Por Ruby Soriano

En el devenir de esos encuentros fortuitos que determinan una vida, coincidimos en tiempo y espacios. En aquellos ayeres gozábamos de cabal y tradicional entendimiento de ese amor que se gesta a la sazón de novios, esposos, amantes.

La delgada línea de las distancias, nos obligó a poner en marcha una nueva forma de entendernos como pareja atípica.

Decidimos practicar el amor a la Montessori. Así de simple y contundente. Iniciamos un largo y espaciado camino donde como buenos adictos sólo vivimos el HOY.

Aquí no hay promesas, tampoco dolores, de esos que se sienten cuando suena el teléfono o pensamos en el terrible y abominable monstruo de la infidelidad.

En este amor a la Montessori empujamos a la par; nos vamos acompañando pero nunca atando.

Sabemos hasta dónde se ha estirado la liga y cuántas veces se nos ha roto como para volverla a anudar.

Nuestros vuelos son independientes y convergen sólo en el tiempo exacto. No dependemos del segundero exigente que invita a la invasión del otro. Por el contrario, aprendimos a vivir en la soledad acompañada y solidaria de nuestras propias vidas.

Este amor está plagado de simpleza. Aquí es básico vivir la constante permanencia del otro pero sólo en aquellos tiempos elegidos para compartir.

La exacta medida de la entrega se rige por el aprendizaje mutuo, sin el compromiso de dar más o menos de acuerdo a esos desgastados rencores sentimentales que se gestan cuando queremos estar en la vida de otro.

Por mutua decisión expulsamos de este amor a la Montessori, los dolores propios de la crítica cruel que se hace en la tradicional unión cuando sacamos nuestros letreros de carencias e inundamos a la pareja con las palabras: Quiero, necesito, exijo, pido.

Existe un único compromiso de vida: Estar juntos mientras queramos.

Hicimos nuestro grupo de autoayuda formado sólo por nosotros dos; en él, hablamos tanto como queramos, sin reprocharnos el paso del tiempo o la aparición de los inevitables nuevos defectos que se adquieren con los años.

Cuando alguno de los dos se boicotea, el otro lo empuja a nuestro simulado grupo de autoayuda, donde reímos, lloramos, planeamos y volvemos a respirar para retomar la cotidianidad.

Tenemos asumida una fidelidad consentida donde se valen las ausencias mutuas, el respiro de otros aires, la plenitud en cualquier dimensión que se elija y que curiosamente siempre nos regresa a nuestro bunker de felicidad.

Somos una dualidad que acentúa sus diferencias como prueba de equilibrar acuerdos. Podemos reír y discernir en esas circunstancias donde la vida misma la construimos a nuestro ritmo y sin tiempos.

La permanencia de estos años nos ha permitido definir la rareza de este amor como aquella novela de Ángeles Mastretta: Puerto libre.

Estamos en la víspera de cumplir otro año juntos y separados, estamos por inventar nuevas formas de oxigenarnos para seguirle dando vida a esta unión que no nos equivocamos al definir como nuestro propio Amor a la Montessori.